La carta había demorado en llegar. La tenía ahora
frente a los ojos, desdoblada, convulsa entre sus dedos. No lograba iniciar la
lectura. Las letras se desdibujaban fundiéndose unas con otras como si
el llanto las hubiese oscurrido. Pero no lloraba. Hacía mucho tiempo que no se
daba esa satisfacción. En cambio, vacilaba, temeroso de la respuesta que había
guardado en secreto durante lo que ya parecía una vida. Se concentró, haciendo
un esfuerzo enorme, y las letras fueron recuperando sus pequeñas estaturas, la
separación breve y nítida que caracterizaba a la Underwood portátil que él
mismo le había comprado poco después de la boda.
Todo el
contenido podía resumirse en la última línea:
TE AMO
AÚN. LLEGO EL VIERNES.
Arrugó la hoja. Casi en seguida volvió a estirarla.
Sus ojos recorrieron ávidos las disculpas, los ruegos, el esbozo de planes que
habrían de realizar juntos. Ella había tenido la culpa de todo, aseguraba. Pero
no volvería a ocurrir. Y luego venía la reafirmación de lo que él había
rogado todas las noches. Y el anuncio escueto de su llegada. Al buscar la hora
en su reloj, notó sorprendido que ya era viernes. Corrió hasta el auto
anticipando el abrazo, sintiendo contra su cuerpo el arrepentimiento de ella,
su vergüenza. Amanecía.
Esperó largas horas en la estación. Sus ideas se
perdían en las más enmarañadas conjeturas. Recordó de pronto que no sabía a qué
hora llegaría. Ni cómo viajaría hasta él. Hasta podía llegar en avión, nada
tendría de raro. Entonces, ¿por qué estaba él en la estación, esperando quién
sabe qué autobús? Sin darse cuenta manejó hasta allí, guiado quizá por la forma
que había tomado tantas veces aquel sueño. Siempre la miraba bajar sonriente,
buscándolo con la vista, hasta que la veía de pie junto a la columna que ahora
sostenía su peso. Se dijo, angustiado, que era un imbécil.
Por suerte traía la carta. La desdobló presuroso. No
había ningún indicio de cómo se transportaría hasta la ciudad. Pasaron los
minutos y la incertidumbre se iba espesando en sus jadeos. ¿Cómo no se
le ocurrió explicar claramente la hora y el lugar de su arribo? No había
cambiado. Sigue siendo tan irresponsable como siempre. Tendrá que tomar un taxi
hasta la casa porque él no puede hacer nada más. Allá la esperaría.
La noche se hizo densa y angustiosa. De nada le sirvió
leer durante el día las revistas que lo rodeaban. Tampoco se distrajo
escuchando la radio ni saliendo al balcón a cada rato. Pronto serían las doce y
entonces la llegada del sábado se encargaría de probar otra vez lo que él
siempre sospechó: era una mentirosa, la más cruel de las farsantes.
A la una de la mañana confirmó que ya nunca más le
creería una sola palabra. Aunque llegaran mil cartas pidiéndole perdón o
volviera a escuchar su voz suplicante por teléfono. Caminó hasta la pequeña
Underwood, insertó un papel, tecleó a prisa. Las letras salían débiles,
destinadas. Cambió la cinta. Escribió:
Querido Ramiro:
Tienes que
perdonarme. Perdí el avión el viernes. Iré la próxima semana, sin falta. Ya te
avisaré. Te amo. Debes creerme...
(ENRIQUE
JARAMILLO LEVI)
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